domingo, septiembre 25, 2011

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Sexta noche seguida que la veía por el bar donde yo trabajaba en Junín al 1900. Vestida de manera elegante, una pollera negra ajustada, camisa de igual color con sus tres primeros botones desabrochados. Sus carnosos labios con un rojo intenso, un cliché que hechizaba. Esta vez pedí atenderla, todos se peleaban por entregarle su bourbon sin hielo, pero hoy era mi turno. Por su acento, pude notar que no era de acá. Acostumbrado a seducir mujeres, pensé que a ella no la podría dejar pasar. Me acerqué al lugar donde estaba sentada en la barra y le pregunté: “¿Qué le sirvo?”. Traté de mantener la vista en sus ojos, tratando de no bajar la mirada a su escote. Nada sencillo por el encaje que sobresalía de él. Con palabras resbaladas me pidió “Bourgbon, ‘pog favó’”. Servía su copa con mi mano temblorosa, mientras le preguntaba de donde era. “La Riviera, el sur de Francia”, contestó.

Hice todo tipo de preguntas buscando conversar con ella, cuándo llegó, cuándo se iba, qué había visitado, pero ella jamás me preguntó por mi vida. Quizás no sabía preguntar, o simplemente no le interesaba.

Luego de la tercera copa de whisky, yo todavía no sabía su nombre. Ella de mí sabía mucho, a pesar de que no me había preguntado. Eran las 2.30am y de repente un suceso que me dejó perplejo, me hizo una pregunta por primera vez en toda la noche: “¿Qué hora salir de bar?”. Quedé con los ojos abiertos mirándola fijo, ella movió su cabeza y sonrió como pidiendo una respuesta. “En media hora, hoy cierro yo el bar...”

Le serví un vaso más y yo me tomé un escocés con dos hielos, para bajar mi tensión y mi inhibición. Estaba nervioso, solía ser un galán con mujercitas menores que yo, pero esta vez era distinto, yo era el ‘borreguito’ tembloroso.

Salimos del bar, bajé la persiana y cerré con el candado. Caminamos cuatro cuadras por el medio de la calle adoquinada. Era una noche primaveral aquel cuatro de noviembre. En cada farol parábamos, ella giraba con una mano sostenida; en el farol de la esquina de Junín y Guido nos dimos el primer beso. Seguimos nuestro camino, no sabía hacia donde iríamos, yo la seguía, me sentía flotar. Llegamos a su hotel, en la puerta me tomó de las dos manos y entró de espaldas a la puerta, yo sólo le miraba los ojos, sus ojos profundos, oscuros, con el maquillaje algo corrido, pero...¿qué me iba a importar el maquillaje?

El hombre de la recepción dormía en su silla. Subimos por las escaleras para no despertarlo y poder huir rápidamente. Fue una aventura, reímos en cada escalón y nos besábamos en cada descanso. Su habitación apareció de la nada, o no recuerdo como llegué. Nada voy a describir a esta instancia, sólo que su rouge tiñó mi cuerpo y su perfume impregnó mi ropa.

La mañana llegó, las sábanas blancas estaban suaves y la almohada estaba bajo mi brazo. Miré a mi alrededor y estaba solo, pensé que estaría en el baño, pero no. Seguí buscándola, ni siquiera sabía como llamarla, nunca me dijo su nombre. Abrí el armario y estaba vacío. Ya no había equipajes ni bagajes. Busqué mi ropa interior a cuadros y sobre ella una nota que decía: “Merci. Au Revoir. Marion.” Salí al balcón y ahí estaba, subiendo a su taxi para volver a Europa. “¡Marion!” grité, ella se dio vuelta, me miró y con su mano derecha envuelta en un guante oscuro me tiró un beso. Subió, cerró la puerta y jamás miró atrás.

Me vestí y volví al bar caminando con un sabor a interrogación en mi boca, tratando de recordar cada detalle de ella. Flores por doquier, el sol apenas calentaba la tarde primaveral de aquel imborrable cuatro de noviembre...

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